Cíborg.

Me llaman Igbo –yo jamás me he llamado a mí mismo.

Quizá en sueños he llamado a uno de los tantos modelos cerebrales que he proyectado, pero no lo he hecho por el vernáculo nombre, sino tan solo apelando a una sobresaliente característica: neurótico, magnánimo, dios, heliogábalo…

Hoy ha empezado a quemarse una de mis articulaciones, estuve practicando escritura mecánica con un antiguo aparataje vintage. Todo empezó con un escozor hormigueante, quemaba tanto que parecía que terminaría en una gran erupción de una ampolla imaginaria que revienta excretando materia ígnea. Hace dos semanas me había ocurrido algo similar, durante un obligado paseo por la metrópoli, en una de mis orejas brotó un conato de incendio, y es que en un mundo que hace del ruido su dios, las frecuencias altisonantes a toda potencia mezcladas con sandeces vocalizadas por energúmenos, son la golosina de cada día para una muchedumbre que teme al silencio; pero a mí me hace vibrar de forma maligna y genero tanto calor que me descompongo, si no fuera por los minúsculos reparadores que medran en mi interior ya no existiría… bastante trágico. Además, luego ya en las horas de arrebato mental proyectando mi trabajo sobre la factibilidad de las posibles mentes híbridas ante los funcionarios de la banca, recuerdo que mis fosas nasales experimentaron algo de ardor, los neo volcanes de tapado domo empezaron a dejarse ver sobre el piso y los techos de mis cavernas respiratorias –o eso discretamente es lo que mostraban los nanobots. Pero en esa ocasión no pasó a mayores porque el malestar del humo nauseabundo cargado de millones de asesinas partículas empezó a irritar mis ojos, y eso sí que provocó mi huida hacia las tierras altas que aún quedan, porque la mayoría fueron aplanadas –odian a las montañas y a toda planta. Así perdí mi empleo y gané la libertad –ganamos, porque somos mentes variables.

Una vez más me inyecto una buena dosis de colada, sí colada de maíz transgénico, y es que cada vez que necesito hacerme un diagnóstico, lo primero que descubro es a los miles de nanobots inservibles que ya no pueden monitorear, administrar ni reparar a todas las funciones de mi organismo –la inmortalidad individual implica la mortandad de miles. Las propiedades íntimas de nuestro universo que se revelan como la segunda ley termodinámica son las causantes de que para extender mis años de existencia necesariamente deban entonces otros ceder du energía. Ya saben, todos recordamos que cuando la civilización no pudo mantener el ritmo de crecimiento de la producción y del trabajo-empleo, aunque fueran ficciones, porque nada crece indiscriminadamente, nos volcamos desesperados a ocuparnos en lo único que podíamos aún incrementar, el conocimiento. Entonces innovamos sobre la felicidad bioquímica, la inmortalidad y también logramos algunos poderes sobrehumanos, puesto que la búsqueda de la divinidad es hoy la meta. Contándoles esto por supuesto he recordado, y también todos ustedes recuerdan, que al inicio los seres mejorados trataban a los comunes tal como en su época los humanos hacían con los animales que consideraban inferiores –son comida y punto. Y así olvidamos que igual que cualquier criatura carbonoidea necesitaban de otros cuidados y relaciones socio-animales adquiridos durante eones de evolución –pobres mamíferos, decían no querer humanizarlos, solo devorarlos.

Ahora que la colada de nanobots ha tomado control de mis entrañas, he podido ordenarles desplieguen en pantalla la ahora candente articulación de mi dedo meñique, veo claramente los miles de teselas nano carbónicas que son mis tejidos, y a no pocas de ellas melladas, curiosamente astilladas como si alguna garrapata mecánica estuviese alimentándose a placer… Hay algo más, algún habitante arquetípico se alimenta de los nanobots que nos reparan constantemente, parece que tendremos una nueva batalla por la inmortalidad contra las garrapatas de grafeno –su nueva religión, el dataísmo no los salvará.

L. Vivar

 

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